26.3.08

Hijo de la vergüenza (I)


Amelia me dijo que para empezar la historia de mi vida debía empezar con algo fuerte, sonrojante, con una de esas frases directas que te calan profundamente y te hacen decidir seguir leyendo o pasar al tomo de al lado, y yo de Amelia me fío porque al menos ella ha leído todos los libros que le han puesto delante (siempre que la primera frase haya sido atractiva), mientras que yo, en los 15 años de vida que tengo, me he leído cuatro libros en total, y eso se nota. A lo mejor lo apropiado sería presentarme para que ustedes me conozcan, pero prefiero que lo descubran poco a poco porque si no sería demasiado fácil, y eso nos compromete a los dos: a mí porque en algún punto de este libro tendré que darme a conocer lo mejor posible, y a ustedes porque consideran que la primera frase y todas las que escribo ahora mismo son lo suficientemente interesantes como para seguir leyendo.

No voy a explicar tampoco por lo pronto quién es Amelia. De hecho, creo que voy a explicar pocas cosas por el momento salvo esa frase lapidaria (siempre he querido utilizar esta expresión) que da título al capítulo. Soy hijo de la vergüenza, o mi madre se avergüenza de mí, o a veces ambos nos avergonzamos el uno del otro con o sin razón, pero en principio estaba destinado a ser alguien deshonroso, odioso. Soy el fruto de una violación. Cuando mi madre tenía 20 años, exactamente cinco más de los que tengo yo ahora, la violaron y a los 9 meses nací yo. Ahora llegan los matices y una explicación que a lo mejor no acaba de tener mucho sentido, y que me recuerda que en algún momento yo debí ser americano. A mi madre la violó un negro del Bronx. Creo que era una de las pocas halterófilas en toda España por aquel entonces. Suena raro eso de decir que tu madre practicaba halterofilia, es decir, eso de levantar pesas y aguantar con ellas en el aire durante un tiempo. La cuestión es que ella era buena con lo que hacía, muy buena, y puede que su entrenador fuera tan bueno como ella o un desgraciado, pero convenció a sus padres para que la niña compitiera en nombre de España en el campeonato mundial de halterofilia celebrado en Nueva York en 1989. Como todos los padres, mis abuelos, a los que nunca conocí, querían lo mejor para su hija, así que le permitieron cruzar el charco y volver sin premio y conmigo germinando como un garbanzo en agua. Una mañana, antes de la competición, llegó corriendo a la habitación de su entrenador y le gritó que la habían violado y que había sido un negro del Bronx porque la noche anterior había salido a visitar la ciudad con una rusa y una griega, y las muy perras echaron a correr y la dejaron sola en medio de la nada de la que salió un negro tan negro como las sombras de la calle, y la forzó y ella no pudo hacer nada. También es verdad que a todo el mundo le extrañó que una joven con tanta fuerza en los brazos no opusiera resistencia, aunque por lo visto se quedo de hielo sin poder hacer nada. La cuestión es que yo soy cualquier cosa, pero a blanco no me gana nadie. Por eso cuando mi madre decidió tenerme, que ella siempre ha sido muy cristiana, lo hizo con todas las consecuencias y cuando nací y se vio que era blanco fue tal la movida que decidió abandonar la casa y mudarse, y así es como llegamos a Cáceres. Cáceres está en Extremadura. Digo esto porque es una de esas provincias que nadie conoce y hay que aclarar bien, como pasa con Logroño o Ávila o Teruel, que sólo salen de higos a brevas en televisión porque un tío ha matado a doce vecinos con la escopeta.

Mi madre, a pesar de la evidencia, seguía con lo mismo de siempre, la historia del negro del Bronx. En los 80 y principios de los 90, el 80% de violaciones en Nueva York se atribuían a los negros del Bronx, que digo yo que pobres ellos porque no habían tantos negros para tantas violaciones, y porque seguro que muchas mujeres que estaban traumadas o avergonzadas o qué sé yo acababan yendo a comisaría a denunciar una violación por parte de un negro del Bronx. A mí siempre me han caído bien los negros, lo mismo por ese lazo que me une a ellos desde antes de nacer, aunque no he conocido nunca a ninguno en persona. Ah, y odio que los llamen negritos como si eso fuera mejor que decir negros, que es como los llaman los franceses según me contó Amelia (siempre me cuenta muchas cosas). Amelia es la hostia, es la mejor tía que puedes conocer, y tiene cada anécdota para contarte… una vez la llamó un número desconocido y lo cogió, entonces resultó ser un tío que se había equivocado, y empezó a disculparse muy pronto, más educado que nada. Total, que le contó que era de Costa de Marfil, y la conversación se fue prolongando, que si había crecido en España y por eso hablaba tanto español, y que ya algo mayor volvió a Costa de Marfil y entonces se enteró de que a los de su país los llamaban elefantes, ¿por qué, Amelia, por qué lo crees? Pues por lo del marfil, ¿no? Claro que sí, por el marfil, ¡pero también por la trompa! Y el tío empezó a jadear como un cerdo, así que Amelia lo mandó a la mierda y colgó en cero coma.