20.1.09

God bless Vodafone

Incluso en este lugar remoto del mundo parezco seguir formando parte de él. No tengo más opciones que hacerme pajas para pasar el tiempo o perseguir gallinas para preparar la comida. He dado con una búsqueda fructífera. A lo mejor no es lo más apropiado, pero incluso con todo el tiempo del mundo hay momentos en los que no encontramos el momento para seguir escribiendo. Y si alguien me sigue, no os preocupéis, algún día llegaréis a saber dónde estoy y cómo he llegado a parar aquí. Mientras tanto, unas risas...

Lo de God bless...como no podía ser de otra forma, es algo de lo poco que aprendí de mi madre. No, no creáis que la hecho tanto de menos.

6.10.08

Croquetas caseras (II)


Luis Enrique tenía veintitantos años y síndrome de Down, vivía con sus padres en el piso justo arriba del nuestro y se llamaba así no por el futbolista, ya que mi vecino había nacido antes, sino por cualquier otra casualidad. Pero bueno, siguiendo la gracia algún familiar le compró el traje del Barça con el nombre bien grande en la espalda, y desde entonces siempre que subía me lo encontraba con sus rayas rojas y azules, o la equipación roja y amarilla si iba de la selección. Luis Enrique y sus padres eran bastante humildes (que es como decir pobres sin que suene mal) y él nunca estudió en uno de esos centros con métodos avanzados para niños especiales, no, así que Luis Enrique se quedó en los nueve años. Al principio, cuando subía a jugar con él y pasaban las horas volando, era él el que estaba pendiente de mí, de que no me tragara los juguetes ni me saliera cuando coloreaba. Ana María, que era su madre y siempre estaba con nosotros, miraba a ver si nos llevábamos bien mientras tomaba un café con mi madre, pero luego fue pasando el tiempo. El que crecí fui yo y me puse cada vez más alto, iba al colegio, hacía amigos nuevos y cada vez me olvidaba más de mi compañero de juegos. Me acuerdo de que cada vez que subía a su piso y me veía aparecer por la puerta se le dibujaba la sonrisa más grande que he visto en toda mi vida. Nadie sonríe como Luis Enrique cuando estaba contento, todo un portento de la naturaleza, aunque ahora que veo las cosas desde lejos también me lo imagino tumbado en el salón esperando que yo subiera y yo me iba olvidando de él.

Ana María y Milagros tenían un secreto que sólo Luis Enrique y yo conocíamos, y aun así no estoy muy seguro de que mi vecino lo supiera. Cuando creían que ninguno de los dos las mirábamos, Ana María sacaba de debajo de las faldillas de la mesa una botella con la etiqueta arrancada y llenaba las tazas del café con ese líquido oscurillo. Entonces se animaban y empezaban a hablar cada vez en voz más alta, y la vecina se emocionaba tanto que ponía verde a su marido, que dicho sea de paso nunca estaba en casa porque trabajaba de sol a sol en la obra, pero mi madre se controlaba, reía la gracia y se callaba lo que tuviera que decir sobre su Enrique. Luego había muchas tardes que salían a la calle y se tiraban un par de horas por ahí, mirando tiendas o haciendo cosas de mujeres, nunca lo he sabido. Luis Enrique y yo esperábamos a que se fueran, y en cuanto salían por la puerta empezábamos con nuestra diversión. Un tío de Luis Enrique le había regalado unas pinturas que su madre nunca le dejaba usar, y eso tuvo que ser hacía muchos años porque las pinturas olían bastante mal, como a queso rancio. Bueno, pues lo que hacíamos era coger pegotes de pintura con las manos, y como la pintura estaba medio seca se podía jugar con ella como si fuera plastilina. Luego hacíamos bolitas de colores (todo esto nos llevaba un rato), las colocábamos sobre un pañuelo, guardábamos de nuevo las pinturas y cuando estaba todo listo uno se ponía al lado de la puerta para vigilar que no llegara nadie, y el otro las lanzaba por la ventana a la pared de enfrente. Una vez habíamos acabado de tirarlas casi todas y Luis Enrique dijo que no se aguantaba más, que tenía que ir a mear. Yo le dije que se fuera, si total, quedaban tres bolas y así las tiraba yo las tres. Lancé las dos primeras con fuerza: una dio de lleno y otra dibujó una mancha azul, y justo cuando cogí la última oí a mi madre y a Ana María a mis espaldas, que acababan de llegar. Con la mano que tenía libre arrugué el pañuelo y lo metí en el bolsillo, y en la derecha seguía con la bola de pintura. Mi madre me estaba diciendo algo, no me acuerdo qué, y de golpe me metí el dedo con la bolita en la nariz y me eché a llorar. La pintura era roja, y aunque ese color quedaba un poco falso ninguna de las dos se dio cuenta, sólo me acuerdo de lo que decían:

—Si es que a quién se le cuenta, que te tengo dicho que no te metas el dedo en la nariz, so burro. Ea, ea, que no es nada.

—Anda, Mili –creo que era la única persona que llamaba así a mi madre, —que es muy pequeño, pobre…

—¿Y dónde está el tuyo, nena?

Entonces apareció Luis Enrique por la puerta, blanco como la pared, y se nos quedó mirando a todos con cara de pasmado mientras su madre le decía que menudo era, dejarme solo en el salón con lo que me podía pasar, que para algo era el mayor. En realidad le regañaba a mi madre y a sí misma, pero el pobre fue cabeza de turco. Lo bueno de Luis Enrique es que conforme le entraba por un oído le salía por el otro, así que se dio la vuelta con cara de palo y se volvió a su cuarto como una sombra roja y azul. Yo fui a lavarme bien la mano para que no viera los otros restos de pintura, y cuando llegó mi madre al cuarto de baño sólo tuvo que limpiarme un poco con un trozo de papel higiénico la nariz. Al salir me quedé mirando al otro lado del balcón el mural que estábamos haciendo lleno de colores, pero entonces no sabía que no iba a crecer mucho más de cómo era por entonces, ya que pocos meses después murió Luis Enrique.

Estaba desayunando antes de ir al colegio, y me acuerdo de que mi padre veía la BBC como era costumbre, ya que decía que el inglés es el idioma más importante del mundo y se empeñó en aprender por su cuenta. Entonces oímos un grito que yo creo que se cayó hasta la presentadora de las noticias, y mi madre subió detrás de mi padre.
A mí me dijeron que me quedara en el piso, pero luego me contó mi madre que a Luis Enrique le había dado un infarto. Después intentó explicarme con algo de tacto el motivo, pero es que el tacto a Milagros no era lo que más le sobraba y empezaba a darle vueltas a las cosas hasta que más que nada hacía el ridículo.

—Pues es que hijo, ya sabes que Luis Enrique… lo suyo…. Su enfermedad, ya sabes, que tenía el corazón muy débil y blablablablabla…

Tampoco me dejaron ir al entierro o al funeral, aunque cuando lo bajaban por la escalera lo llevaban en una caja con cristal por encima y lo vi al pobre con un traje negro (siempre me he preguntado desde cuándo lo tendría preparado su madre) tan serio, tan serio, con lo bien que le quedaba el uniforme blaugrana. Mientras se iban a la iglesia y todas las mil quinientas, me dejaron casi solo en el edificio. La casa de Luis Enrique seguía abierta, todos los muebles movidos, pañuelos, flores y bandejas de comida. Por lo menos pude contar cuatro con las croquetas de mi madre. Busqué la caja de las pinturas de mi vecino y cogí la única que nunca habíamos usado, la negra. Hice veintiséis bolitas, una por cada año, y las lancé todas contra la pared. No fallé ni una, y la pintura se quedó entre las demás manchas de colores como dibujando lágrimas negras.

Esa noche cenamos croquetas, de las que había frito mi madre ese mismo día, pero no voy a seguir hablando de ese día, que lo que quería contar yo era otra cosa. Las croquetas de mi madre son más pequeñas de lo normal, aunque no siempre ha sido así. Me acuerdo de ese día como si fuera ayer. Tenía cuatro años, era poco más que un moco, y mi madre estaba haciendo croquetas en la cocina. De fondo sonaba Rosario Flores y mi madre tarareaba: “mi gato hace uyuyuyuyuy…”. A mí me tenían puesta una mesa justo detrás de estas plegables que se les ponen a los niños cuando son pequeños, y conforme liaba unas cuantas croquetas las iba friendo y me las ponía en un plato. Tenía una habilidad dándole forma con dos cucharas que no la he visto yo en nadie más. Me puse a comer croquetas, y como el tema de los cubiertos todavía no lo manejaba yo demasiado bien, me las metía enteras en la boca. En una de estas empecé a toser.

—Pero mira que eres burro, que te vas a ahogar.

Entonces cogió dos cucharillas del café y, sin decir nada, se puso a hacer las croquetas pequeñas para que me las pudiera comer de un bocado. Desde entonces siempre las hizo así, pequeñas, y no le dio a nadie ninguna explicación cuando le preguntaban que por qué las hacía así. Pero yo, ya desde pequeño, aprendí algo o me empeñé en aprenderlo, que eso medía el cariño que me tenía mi madre, dos cucharillas de café.

1.9.08

Croquetas caseras (I)


Aquí no hay casi comida pero aún no he pasado hambre. Tampoco he querido buscar alrededor, que seguro que encuentro algo. Lo mismo me hago un día de estos huevos fritos, pero croquetas… esas sólo las sabe hacer buenas mi madre, la Milagros la Madrileña, como la conocen en el pueblo, y eso que lleva allí 15 años. Es que cuando la gente se acostumbra a algo ya se queda así porque sí, porque es más fácil seguir la corriente que dar lugar al cambio. Por eso los valientes son los que se atreven a ir más allá de lo fácil e intentan cambiar las cosas aunque luego no resulten. Son pequeñas batallas de una guerra que se remonta a no sé cuándo, probablemente al principio de los tiempos cuando éramos medio monos, y el que tenía menos de mono se atrevió a, no sé, plantar semillas para comer algo más que carne y así poner las cosas fáciles, y al principio lo mirarían con malos ojos y le gruñirían, pero ese cambio se afianzó y fue otra batalla ganada. A lo largo de mi vida he conocido algunos valientes de estos, con batallas ganadas y perdidas, pero sobre todo a muchos cobardes. El mundo está podrido de cobardes, como si la Tierra fuera una gran bola de queso amarilla y agujereada, y en los agujeros en vez de gusanos hubiera cobardes. Por eso siempre he estado del lado de los valientes a mi manera, porque lo que se dice valor en sí, del de verdad, del de sacar bola y mostrar los puños, de ése tengo poco lo mismo porque estoy bastante esmirriado. Pero de todas formas el valor que cuenta y cambia las cosas es el otro, el de atreverte a dar el paso aun a riesgo de darle la vuelta a toda tu vida. Como yo he hecho. Aunque tanta vuelta me cueste quedarme sin croquetas.

Cuando llegamos a Cáceres, antes de irnos al pueblo, llegamos solos en un autobús que imagino oscuro, tal vez marrón con los sillones grises. Nos instalamos en un piso que pasaría a ser nuestra casa durante los primeros años. Ahí el alquiler era barato y mi madre era fuerte hasta después de parir. Se pilló un trabajo en una empresa de conserva de espárragos trigueros y alcachofas en su jugo, y en vez de hacer como las conservadoras que se tiraban todo el día metiendo verdura en tarros de cristal, ella cargaba cajas y preparaba los portes como otro hombre más. La única halterófila que he conocido en mi vida trabajaba como una mula sin cansarse y se llevaba el sueldo de un hombre. Yo me quedaba al cuidado de María, la dueña del piso, que vivía debajo, era mayor y olía a canela. A mí no me ha gustado de nunca la canela, lo mismo es por eso, pero era abrir los surtidos de galletas y los mantecados que vendía todos los años el hijo de alguna vecina, y marginar a los de la bolsa para los invitados.

Mi padre, como esas cosas le daban palo, siempre se comía todos esos que nadie más quería. No os he hablado de mi padre, no del biológico naturalmente, sino del otro, del de verdad, el que estuvo ahí desde antes de que yo cumpliera un año y me llevó de la mano hasta hace unos meses. Hay que ver cómo pasa el tiempo, y parece que fue ayer cuando se marchó. Mi padre se llama, iba a hablar en pasado pero no me gusta asumir ciertas cosas, mi padre se llama Enrique y cuando llegamos a la ciudad, conoció a mi madre porque él trabajaba en una oficina del Banesto y ella iba allí a hacer los ingresos y trastear las cuentas. Entre una que no tenía muchas ganas ni tiempo de hombres y otro que era más parado que yo, pues parecía que nada cuajaría, y esto me lo contó él, Enrique Brito Dans, porque mi madre lo que se dice contarme me ha contado poco. Mi padre tenía veintiún años, recién salido de la facultad y ahí estaba detrás de una mesa porque un tío suyo conocía al director de la sucursal y lo enchufaron. Su tío era el que se había encargado de que estudiara una carrera y no porque mis abuelos se desentendieran, pero es que ellos murieron antes de que yo naciera. Aparte de estar en el banco también era notario, que es un trabajo soso donde los haya, y tuvo que acabar en esto porque su tío se empeñó para ahorrarse pagar una pasta al poner al día todas sus escrituras. Es que por lo visto los notarios se llevan un dineral con cada firma que echan en un papel, así que mi padre estaba bien untado con su doble empleo. No creo que se enamorara mucho de mi madre, y ella tampoco cayó a la primera aunque con el tiempo se le caería la baba por su Enrique, pero imaginad a dos jóvenes de veinte años, los dos con un futuro prometedor atado por algo que ellos no podían evitar, uno frente a otro, los dos listos y lo que en este siglo podríamos considerar lo más parecido a almas gemelas. Hay veces en las que las personas se unen más por necesidad que por amor, y éste es el caso, aunque con el tiempo aprendieron a quererse. Les llevó unos meses acabar juntos, los dos viviendo en la casa que tenía mi madre en alquiler, que la Milagros era mucha Milagros y si ella decía que de su casa no se movía, no se movía. Compraron el piso entre los dos porque ella no quería ser una mantenida, pero cuando estaba de demasiados meses tuvo que dejar el trabajo porque hacía más bulto la barriga que ella.

Al final mi madre dejó de trabajar y se hizo ama de casa, y decía que ya ves, que para lo que le había servido dejar de trabajar que para eso prefería estar en la conservera donde por lo menos podía tomar el aire y olvidarse de la casa. Lo que a lo mejor le pesaba a mi madre era quedarse en la casa metida porque mi padre estaba todo el día en la oficina firmando impresos, ingresando dinero y sacando dinero. Cuando era pequeño hasta creía que éramos ricos, y les decía a mis amigos que como mi padre trabajaba en la caja podía sacar el dinero que necesitara y así me iban a llevar a Disneyland, que es el sueño de todo niño, y que los juguetes que pidiera me los comprarían y mi vida sería mejor que la de todos ellos. Esto cuando eres pequeño te lo crees a fuerza de engañarte y de decirte las cosas una y otra vez. Yo creo que las personas somos demasiado insignificantes porque nunca sabemos distinguir muy bien dónde está la verdad y dónde la mentira, y a veces hasta nuestras mentiras nos pueden. Mi madre se creyó su mentira como se creía la Biblia.

Cuando era pequeño, y si digo pequeño es tan pequeño como para caber en el parque, me tiraba todo el santo día entre esas cuatro paredes hasta que mi madre se hartaba de estar sentada o limpiando o cocinando y me sacaba en el carro. Lo del parque es curioso y lo he comprobado con más amigos que me dicen lo mismo. Todos los niños se lo empiezan a comer en cuanto les salen los dientes. Será porque los dientes duelen mucho o porque morder quita el dolor, pero en el fondo tiene que ser como un grito de estos que piden libertad, y no hay más libertad que comerse los muros de la cárcel a bocados, aunque estos sean de gomaespuma. Cuando pienso en esto me viene a la cabeza una de las pocas cosas que se me quedó grabada del catecismo, y había un dibujo de estos bastante cutres con una paloma o una cruz o algo así y un poema que repetía siempre un verso y al final decía “Abre la muralla” o “cierra la muralla”, pero me da que al final se quedaba abierta, no me acuerdo muy bien. Mi padre me contó que era una canción, aunque nunca la he oído. Pues aguanté en el parque hasta que no dio más de sí con los bocados y las cuerdas de los lados rotas, y a partir de entonces me quedaba en el sofá sin moverme, pero cuando crecí un poco subía a jugar con Luis Enrique.

29.5.08

Hijo de la vergüenza (II)


Soy un desastre, lo siento, estaba contando lo de mi padre. Si se preguntan que quién fue mi padre, entonces no sabré dar una respuesta 100% convincente. Yo quiero creer que fue un atleta que le gustó a mi madre y la volvió loca allí tan lejos en Nueva York, y ni siquiera sus valores cristianos pudieron impedir que pasara lo que pasó, pero esos mismos valores supusieron a su vez que mi madre se inventara la excusa del negro del Bronx. La otra posibilidad me gusta menos porque es más dura, y es que a mi madre de verdad la violaron y le daba tanto miedo (porque la amenazaron o algo así) decir la verdad o recordar lo sucedido que acabó agarrándose a lo fácil, y de gestos como ése nació el maldito 80%. A mí es que me encantan los datos, no sé de otra cosa, pero de datos sé la hostia. Luego no tengo ni idea de historia ni del mundo que me rodea, pero me gusta dar cifras porque verifican lo que digo. Casi siempre encuentro un dato que dar, tiro de la Wikipedia para saberlos, y hay veces en las que los invento, pero lo hago de manera que parezcan lo más reales posibles. Ya es problema del que lea averiguar si es cierto o no, aunque a la mayoría de la gente esto se la suda.

Ahora que caigo en lo de mi padre (el biológico, claro) hay otra explicación aunque tiene menos credibilidad que la otra. Yo me la creo porque yo me la explico. Suelo tener desde bastante pequeño un sueño que, si no es la explicación, ya me dirán ustedes. Lo primero que se ve es una pared con unas letras amarillas muy grandes sobre un fondo rojo, aunque luego resulta que en vez de una pared es un cartel, y las letras son HC. Todo eso lo entiendo yo en español aunque sé que el mensaje subliminal que manda mi cerebro viene en inglés, pero es que yo en sueños soy capaz hasta de traducir sin darme cuenta, todo un mérito, y las HC son de Halterofilia Cristiana. Luego sale mi madre con 20 años, que estaba más o menos igual que ahora pero sin arrugas y más delgada. Llevaba la equipación con el número 7 en medio del pecho. A su lado había otro muchacho con el uniforme de otro color, algo más alto de espaldas y bastante cuadrado, con el pelo castaño a tazón sobre la cara. Estaban solos en la oscuridad, sobre el parquet, y los vi minúsculos y ridículos en medio de la pista. Bueno, siempre me lo parecen, pero luego se quitan las camisetas y a mí me da un escalofrío del frío y dejo de mirar, porque aunque puede que yo casi estuviera ahí eso no me da derecho a seguir mirando, así que me cierro en banda y me despierto en la cama con el pecho subiendo y bajando a galope y un algo en la garganta como si hubiera presenciado algo muy importante. No me importa que sea un sueño, y para que vean lo importante que es ese sueño les diré que nunca se lo he contado a nadie, y que si ahora lo cuento es porque no creo que nadie vaya a venir a buscarme a este sitio perdido de la mano de Dios.

Creo que la única historia importante o que vale la pena contar es la de cómo he llegado aquí, porque mi vida siempre ha sido un poco más de lo mismo, aunque también es verdad que he conocido a un montón de gente interesante como poca. Todos estos me han afectado más o menos, pero la que se lleva la palma es mi madre. Y es que eso de que te guarden rencor, que no odio, que ni siquiera te llamen vergüenza pero que te miren con esos ojos que lo dicen todo, como si en los genes mi madre se hubiera dejado la culpa para pasármela a mí, todo eso te marca y te hace como eres, y si yo siempre he sido callado y serio es porque me sentía culpable cuando abría la boca de oreja a oreja. Y ya sería raro que la culpa se heredara como el color de los ojos o los lunares o la homosexualidad, que dicen que el 50% de los factores son genéticos y el otro, del entorno. Si lo de la culpa es verdad, entonces se explica lo de crecer con el gesto torcido y mi espíritu inquebrantable, porque en momentos en que me sentía tan desafortunado y culpable también me decía algo simple. Pensaba en todas esas células concebidas en un gimnasio, el servicio de un avión, una acera del Bronx o las sábanas sucias de un hotel de carretera que nunca fueron más allá porque alguien decidió cortar por lo sano. Y al fin y al cabo sólo hay una cosa importante, que al menos estoy vivo.

26.3.08

Hijo de la vergüenza (I)


Amelia me dijo que para empezar la historia de mi vida debía empezar con algo fuerte, sonrojante, con una de esas frases directas que te calan profundamente y te hacen decidir seguir leyendo o pasar al tomo de al lado, y yo de Amelia me fío porque al menos ella ha leído todos los libros que le han puesto delante (siempre que la primera frase haya sido atractiva), mientras que yo, en los 15 años de vida que tengo, me he leído cuatro libros en total, y eso se nota. A lo mejor lo apropiado sería presentarme para que ustedes me conozcan, pero prefiero que lo descubran poco a poco porque si no sería demasiado fácil, y eso nos compromete a los dos: a mí porque en algún punto de este libro tendré que darme a conocer lo mejor posible, y a ustedes porque consideran que la primera frase y todas las que escribo ahora mismo son lo suficientemente interesantes como para seguir leyendo.

No voy a explicar tampoco por lo pronto quién es Amelia. De hecho, creo que voy a explicar pocas cosas por el momento salvo esa frase lapidaria (siempre he querido utilizar esta expresión) que da título al capítulo. Soy hijo de la vergüenza, o mi madre se avergüenza de mí, o a veces ambos nos avergonzamos el uno del otro con o sin razón, pero en principio estaba destinado a ser alguien deshonroso, odioso. Soy el fruto de una violación. Cuando mi madre tenía 20 años, exactamente cinco más de los que tengo yo ahora, la violaron y a los 9 meses nací yo. Ahora llegan los matices y una explicación que a lo mejor no acaba de tener mucho sentido, y que me recuerda que en algún momento yo debí ser americano. A mi madre la violó un negro del Bronx. Creo que era una de las pocas halterófilas en toda España por aquel entonces. Suena raro eso de decir que tu madre practicaba halterofilia, es decir, eso de levantar pesas y aguantar con ellas en el aire durante un tiempo. La cuestión es que ella era buena con lo que hacía, muy buena, y puede que su entrenador fuera tan bueno como ella o un desgraciado, pero convenció a sus padres para que la niña compitiera en nombre de España en el campeonato mundial de halterofilia celebrado en Nueva York en 1989. Como todos los padres, mis abuelos, a los que nunca conocí, querían lo mejor para su hija, así que le permitieron cruzar el charco y volver sin premio y conmigo germinando como un garbanzo en agua. Una mañana, antes de la competición, llegó corriendo a la habitación de su entrenador y le gritó que la habían violado y que había sido un negro del Bronx porque la noche anterior había salido a visitar la ciudad con una rusa y una griega, y las muy perras echaron a correr y la dejaron sola en medio de la nada de la que salió un negro tan negro como las sombras de la calle, y la forzó y ella no pudo hacer nada. También es verdad que a todo el mundo le extrañó que una joven con tanta fuerza en los brazos no opusiera resistencia, aunque por lo visto se quedo de hielo sin poder hacer nada. La cuestión es que yo soy cualquier cosa, pero a blanco no me gana nadie. Por eso cuando mi madre decidió tenerme, que ella siempre ha sido muy cristiana, lo hizo con todas las consecuencias y cuando nací y se vio que era blanco fue tal la movida que decidió abandonar la casa y mudarse, y así es como llegamos a Cáceres. Cáceres está en Extremadura. Digo esto porque es una de esas provincias que nadie conoce y hay que aclarar bien, como pasa con Logroño o Ávila o Teruel, que sólo salen de higos a brevas en televisión porque un tío ha matado a doce vecinos con la escopeta.

Mi madre, a pesar de la evidencia, seguía con lo mismo de siempre, la historia del negro del Bronx. En los 80 y principios de los 90, el 80% de violaciones en Nueva York se atribuían a los negros del Bronx, que digo yo que pobres ellos porque no habían tantos negros para tantas violaciones, y porque seguro que muchas mujeres que estaban traumadas o avergonzadas o qué sé yo acababan yendo a comisaría a denunciar una violación por parte de un negro del Bronx. A mí siempre me han caído bien los negros, lo mismo por ese lazo que me une a ellos desde antes de nacer, aunque no he conocido nunca a ninguno en persona. Ah, y odio que los llamen negritos como si eso fuera mejor que decir negros, que es como los llaman los franceses según me contó Amelia (siempre me cuenta muchas cosas). Amelia es la hostia, es la mejor tía que puedes conocer, y tiene cada anécdota para contarte… una vez la llamó un número desconocido y lo cogió, entonces resultó ser un tío que se había equivocado, y empezó a disculparse muy pronto, más educado que nada. Total, que le contó que era de Costa de Marfil, y la conversación se fue prolongando, que si había crecido en España y por eso hablaba tanto español, y que ya algo mayor volvió a Costa de Marfil y entonces se enteró de que a los de su país los llamaban elefantes, ¿por qué, Amelia, por qué lo crees? Pues por lo del marfil, ¿no? Claro que sí, por el marfil, ¡pero también por la trompa! Y el tío empezó a jadear como un cerdo, así que Amelia lo mandó a la mierda y colgó en cero coma.