1.9.08

Croquetas caseras (I)


Aquí no hay casi comida pero aún no he pasado hambre. Tampoco he querido buscar alrededor, que seguro que encuentro algo. Lo mismo me hago un día de estos huevos fritos, pero croquetas… esas sólo las sabe hacer buenas mi madre, la Milagros la Madrileña, como la conocen en el pueblo, y eso que lleva allí 15 años. Es que cuando la gente se acostumbra a algo ya se queda así porque sí, porque es más fácil seguir la corriente que dar lugar al cambio. Por eso los valientes son los que se atreven a ir más allá de lo fácil e intentan cambiar las cosas aunque luego no resulten. Son pequeñas batallas de una guerra que se remonta a no sé cuándo, probablemente al principio de los tiempos cuando éramos medio monos, y el que tenía menos de mono se atrevió a, no sé, plantar semillas para comer algo más que carne y así poner las cosas fáciles, y al principio lo mirarían con malos ojos y le gruñirían, pero ese cambio se afianzó y fue otra batalla ganada. A lo largo de mi vida he conocido algunos valientes de estos, con batallas ganadas y perdidas, pero sobre todo a muchos cobardes. El mundo está podrido de cobardes, como si la Tierra fuera una gran bola de queso amarilla y agujereada, y en los agujeros en vez de gusanos hubiera cobardes. Por eso siempre he estado del lado de los valientes a mi manera, porque lo que se dice valor en sí, del de verdad, del de sacar bola y mostrar los puños, de ése tengo poco lo mismo porque estoy bastante esmirriado. Pero de todas formas el valor que cuenta y cambia las cosas es el otro, el de atreverte a dar el paso aun a riesgo de darle la vuelta a toda tu vida. Como yo he hecho. Aunque tanta vuelta me cueste quedarme sin croquetas.

Cuando llegamos a Cáceres, antes de irnos al pueblo, llegamos solos en un autobús que imagino oscuro, tal vez marrón con los sillones grises. Nos instalamos en un piso que pasaría a ser nuestra casa durante los primeros años. Ahí el alquiler era barato y mi madre era fuerte hasta después de parir. Se pilló un trabajo en una empresa de conserva de espárragos trigueros y alcachofas en su jugo, y en vez de hacer como las conservadoras que se tiraban todo el día metiendo verdura en tarros de cristal, ella cargaba cajas y preparaba los portes como otro hombre más. La única halterófila que he conocido en mi vida trabajaba como una mula sin cansarse y se llevaba el sueldo de un hombre. Yo me quedaba al cuidado de María, la dueña del piso, que vivía debajo, era mayor y olía a canela. A mí no me ha gustado de nunca la canela, lo mismo es por eso, pero era abrir los surtidos de galletas y los mantecados que vendía todos los años el hijo de alguna vecina, y marginar a los de la bolsa para los invitados.

Mi padre, como esas cosas le daban palo, siempre se comía todos esos que nadie más quería. No os he hablado de mi padre, no del biológico naturalmente, sino del otro, del de verdad, el que estuvo ahí desde antes de que yo cumpliera un año y me llevó de la mano hasta hace unos meses. Hay que ver cómo pasa el tiempo, y parece que fue ayer cuando se marchó. Mi padre se llama, iba a hablar en pasado pero no me gusta asumir ciertas cosas, mi padre se llama Enrique y cuando llegamos a la ciudad, conoció a mi madre porque él trabajaba en una oficina del Banesto y ella iba allí a hacer los ingresos y trastear las cuentas. Entre una que no tenía muchas ganas ni tiempo de hombres y otro que era más parado que yo, pues parecía que nada cuajaría, y esto me lo contó él, Enrique Brito Dans, porque mi madre lo que se dice contarme me ha contado poco. Mi padre tenía veintiún años, recién salido de la facultad y ahí estaba detrás de una mesa porque un tío suyo conocía al director de la sucursal y lo enchufaron. Su tío era el que se había encargado de que estudiara una carrera y no porque mis abuelos se desentendieran, pero es que ellos murieron antes de que yo naciera. Aparte de estar en el banco también era notario, que es un trabajo soso donde los haya, y tuvo que acabar en esto porque su tío se empeñó para ahorrarse pagar una pasta al poner al día todas sus escrituras. Es que por lo visto los notarios se llevan un dineral con cada firma que echan en un papel, así que mi padre estaba bien untado con su doble empleo. No creo que se enamorara mucho de mi madre, y ella tampoco cayó a la primera aunque con el tiempo se le caería la baba por su Enrique, pero imaginad a dos jóvenes de veinte años, los dos con un futuro prometedor atado por algo que ellos no podían evitar, uno frente a otro, los dos listos y lo que en este siglo podríamos considerar lo más parecido a almas gemelas. Hay veces en las que las personas se unen más por necesidad que por amor, y éste es el caso, aunque con el tiempo aprendieron a quererse. Les llevó unos meses acabar juntos, los dos viviendo en la casa que tenía mi madre en alquiler, que la Milagros era mucha Milagros y si ella decía que de su casa no se movía, no se movía. Compraron el piso entre los dos porque ella no quería ser una mantenida, pero cuando estaba de demasiados meses tuvo que dejar el trabajo porque hacía más bulto la barriga que ella.

Al final mi madre dejó de trabajar y se hizo ama de casa, y decía que ya ves, que para lo que le había servido dejar de trabajar que para eso prefería estar en la conservera donde por lo menos podía tomar el aire y olvidarse de la casa. Lo que a lo mejor le pesaba a mi madre era quedarse en la casa metida porque mi padre estaba todo el día en la oficina firmando impresos, ingresando dinero y sacando dinero. Cuando era pequeño hasta creía que éramos ricos, y les decía a mis amigos que como mi padre trabajaba en la caja podía sacar el dinero que necesitara y así me iban a llevar a Disneyland, que es el sueño de todo niño, y que los juguetes que pidiera me los comprarían y mi vida sería mejor que la de todos ellos. Esto cuando eres pequeño te lo crees a fuerza de engañarte y de decirte las cosas una y otra vez. Yo creo que las personas somos demasiado insignificantes porque nunca sabemos distinguir muy bien dónde está la verdad y dónde la mentira, y a veces hasta nuestras mentiras nos pueden. Mi madre se creyó su mentira como se creía la Biblia.

Cuando era pequeño, y si digo pequeño es tan pequeño como para caber en el parque, me tiraba todo el santo día entre esas cuatro paredes hasta que mi madre se hartaba de estar sentada o limpiando o cocinando y me sacaba en el carro. Lo del parque es curioso y lo he comprobado con más amigos que me dicen lo mismo. Todos los niños se lo empiezan a comer en cuanto les salen los dientes. Será porque los dientes duelen mucho o porque morder quita el dolor, pero en el fondo tiene que ser como un grito de estos que piden libertad, y no hay más libertad que comerse los muros de la cárcel a bocados, aunque estos sean de gomaespuma. Cuando pienso en esto me viene a la cabeza una de las pocas cosas que se me quedó grabada del catecismo, y había un dibujo de estos bastante cutres con una paloma o una cruz o algo así y un poema que repetía siempre un verso y al final decía “Abre la muralla” o “cierra la muralla”, pero me da que al final se quedaba abierta, no me acuerdo muy bien. Mi padre me contó que era una canción, aunque nunca la he oído. Pues aguanté en el parque hasta que no dio más de sí con los bocados y las cuerdas de los lados rotas, y a partir de entonces me quedaba en el sofá sin moverme, pero cuando crecí un poco subía a jugar con Luis Enrique.

1 comentario:

Unknown dijo...

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