6.10.08

Croquetas caseras (II)


Luis Enrique tenía veintitantos años y síndrome de Down, vivía con sus padres en el piso justo arriba del nuestro y se llamaba así no por el futbolista, ya que mi vecino había nacido antes, sino por cualquier otra casualidad. Pero bueno, siguiendo la gracia algún familiar le compró el traje del Barça con el nombre bien grande en la espalda, y desde entonces siempre que subía me lo encontraba con sus rayas rojas y azules, o la equipación roja y amarilla si iba de la selección. Luis Enrique y sus padres eran bastante humildes (que es como decir pobres sin que suene mal) y él nunca estudió en uno de esos centros con métodos avanzados para niños especiales, no, así que Luis Enrique se quedó en los nueve años. Al principio, cuando subía a jugar con él y pasaban las horas volando, era él el que estaba pendiente de mí, de que no me tragara los juguetes ni me saliera cuando coloreaba. Ana María, que era su madre y siempre estaba con nosotros, miraba a ver si nos llevábamos bien mientras tomaba un café con mi madre, pero luego fue pasando el tiempo. El que crecí fui yo y me puse cada vez más alto, iba al colegio, hacía amigos nuevos y cada vez me olvidaba más de mi compañero de juegos. Me acuerdo de que cada vez que subía a su piso y me veía aparecer por la puerta se le dibujaba la sonrisa más grande que he visto en toda mi vida. Nadie sonríe como Luis Enrique cuando estaba contento, todo un portento de la naturaleza, aunque ahora que veo las cosas desde lejos también me lo imagino tumbado en el salón esperando que yo subiera y yo me iba olvidando de él.

Ana María y Milagros tenían un secreto que sólo Luis Enrique y yo conocíamos, y aun así no estoy muy seguro de que mi vecino lo supiera. Cuando creían que ninguno de los dos las mirábamos, Ana María sacaba de debajo de las faldillas de la mesa una botella con la etiqueta arrancada y llenaba las tazas del café con ese líquido oscurillo. Entonces se animaban y empezaban a hablar cada vez en voz más alta, y la vecina se emocionaba tanto que ponía verde a su marido, que dicho sea de paso nunca estaba en casa porque trabajaba de sol a sol en la obra, pero mi madre se controlaba, reía la gracia y se callaba lo que tuviera que decir sobre su Enrique. Luego había muchas tardes que salían a la calle y se tiraban un par de horas por ahí, mirando tiendas o haciendo cosas de mujeres, nunca lo he sabido. Luis Enrique y yo esperábamos a que se fueran, y en cuanto salían por la puerta empezábamos con nuestra diversión. Un tío de Luis Enrique le había regalado unas pinturas que su madre nunca le dejaba usar, y eso tuvo que ser hacía muchos años porque las pinturas olían bastante mal, como a queso rancio. Bueno, pues lo que hacíamos era coger pegotes de pintura con las manos, y como la pintura estaba medio seca se podía jugar con ella como si fuera plastilina. Luego hacíamos bolitas de colores (todo esto nos llevaba un rato), las colocábamos sobre un pañuelo, guardábamos de nuevo las pinturas y cuando estaba todo listo uno se ponía al lado de la puerta para vigilar que no llegara nadie, y el otro las lanzaba por la ventana a la pared de enfrente. Una vez habíamos acabado de tirarlas casi todas y Luis Enrique dijo que no se aguantaba más, que tenía que ir a mear. Yo le dije que se fuera, si total, quedaban tres bolas y así las tiraba yo las tres. Lancé las dos primeras con fuerza: una dio de lleno y otra dibujó una mancha azul, y justo cuando cogí la última oí a mi madre y a Ana María a mis espaldas, que acababan de llegar. Con la mano que tenía libre arrugué el pañuelo y lo metí en el bolsillo, y en la derecha seguía con la bola de pintura. Mi madre me estaba diciendo algo, no me acuerdo qué, y de golpe me metí el dedo con la bolita en la nariz y me eché a llorar. La pintura era roja, y aunque ese color quedaba un poco falso ninguna de las dos se dio cuenta, sólo me acuerdo de lo que decían:

—Si es que a quién se le cuenta, que te tengo dicho que no te metas el dedo en la nariz, so burro. Ea, ea, que no es nada.

—Anda, Mili –creo que era la única persona que llamaba así a mi madre, —que es muy pequeño, pobre…

—¿Y dónde está el tuyo, nena?

Entonces apareció Luis Enrique por la puerta, blanco como la pared, y se nos quedó mirando a todos con cara de pasmado mientras su madre le decía que menudo era, dejarme solo en el salón con lo que me podía pasar, que para algo era el mayor. En realidad le regañaba a mi madre y a sí misma, pero el pobre fue cabeza de turco. Lo bueno de Luis Enrique es que conforme le entraba por un oído le salía por el otro, así que se dio la vuelta con cara de palo y se volvió a su cuarto como una sombra roja y azul. Yo fui a lavarme bien la mano para que no viera los otros restos de pintura, y cuando llegó mi madre al cuarto de baño sólo tuvo que limpiarme un poco con un trozo de papel higiénico la nariz. Al salir me quedé mirando al otro lado del balcón el mural que estábamos haciendo lleno de colores, pero entonces no sabía que no iba a crecer mucho más de cómo era por entonces, ya que pocos meses después murió Luis Enrique.

Estaba desayunando antes de ir al colegio, y me acuerdo de que mi padre veía la BBC como era costumbre, ya que decía que el inglés es el idioma más importante del mundo y se empeñó en aprender por su cuenta. Entonces oímos un grito que yo creo que se cayó hasta la presentadora de las noticias, y mi madre subió detrás de mi padre.
A mí me dijeron que me quedara en el piso, pero luego me contó mi madre que a Luis Enrique le había dado un infarto. Después intentó explicarme con algo de tacto el motivo, pero es que el tacto a Milagros no era lo que más le sobraba y empezaba a darle vueltas a las cosas hasta que más que nada hacía el ridículo.

—Pues es que hijo, ya sabes que Luis Enrique… lo suyo…. Su enfermedad, ya sabes, que tenía el corazón muy débil y blablablablabla…

Tampoco me dejaron ir al entierro o al funeral, aunque cuando lo bajaban por la escalera lo llevaban en una caja con cristal por encima y lo vi al pobre con un traje negro (siempre me he preguntado desde cuándo lo tendría preparado su madre) tan serio, tan serio, con lo bien que le quedaba el uniforme blaugrana. Mientras se iban a la iglesia y todas las mil quinientas, me dejaron casi solo en el edificio. La casa de Luis Enrique seguía abierta, todos los muebles movidos, pañuelos, flores y bandejas de comida. Por lo menos pude contar cuatro con las croquetas de mi madre. Busqué la caja de las pinturas de mi vecino y cogí la única que nunca habíamos usado, la negra. Hice veintiséis bolitas, una por cada año, y las lancé todas contra la pared. No fallé ni una, y la pintura se quedó entre las demás manchas de colores como dibujando lágrimas negras.

Esa noche cenamos croquetas, de las que había frito mi madre ese mismo día, pero no voy a seguir hablando de ese día, que lo que quería contar yo era otra cosa. Las croquetas de mi madre son más pequeñas de lo normal, aunque no siempre ha sido así. Me acuerdo de ese día como si fuera ayer. Tenía cuatro años, era poco más que un moco, y mi madre estaba haciendo croquetas en la cocina. De fondo sonaba Rosario Flores y mi madre tarareaba: “mi gato hace uyuyuyuyuy…”. A mí me tenían puesta una mesa justo detrás de estas plegables que se les ponen a los niños cuando son pequeños, y conforme liaba unas cuantas croquetas las iba friendo y me las ponía en un plato. Tenía una habilidad dándole forma con dos cucharas que no la he visto yo en nadie más. Me puse a comer croquetas, y como el tema de los cubiertos todavía no lo manejaba yo demasiado bien, me las metía enteras en la boca. En una de estas empecé a toser.

—Pero mira que eres burro, que te vas a ahogar.

Entonces cogió dos cucharillas del café y, sin decir nada, se puso a hacer las croquetas pequeñas para que me las pudiera comer de un bocado. Desde entonces siempre las hizo así, pequeñas, y no le dio a nadie ninguna explicación cuando le preguntaban que por qué las hacía así. Pero yo, ya desde pequeño, aprendí algo o me empeñé en aprenderlo, que eso medía el cariño que me tenía mi madre, dos cucharillas de café.